En abril de 2020 dos doctoras fueron atacadas con piedras en la India cuando practicaban pruebas de detección de covid-19. El hecho, difundido por muchos noticiarios, no fue aislado, sino que fue uno de miles de casos reportados en todo el mundo a lo largo de la pandemia. En la 73 Asamblea de la Asociación Médica Mundial se señaló que la violencia contra los trabajadores de la salud (TS) ha aumentado en la última década con un incremento drástico durante el impacto del coronavirus.
En 2019 un metaanálisis que incluyó estudios de todos los continentes estimó que la prevalencia de la violencia en el lugar de trabajo contra los TS por parte de pacientes y visitantes fue de hasta 61 por ciento en los últimos 12 meses, llegando a presentarse agresión física hasta en 24 por ciento de ellos. Si bien este análisis se centró en la violencia por parte de pacientes y visitantes, múltiples estudios en todas las regiones del mundo han documentado que los compañeros de trabajo y supervisores son también quienes forman parte de este fenómeno hacia los TS y más frecuentemente contra las mujeres.
Ellas representan 70 por ciento de la fuerza laboral en salud en el mundo y son quienes durante la pandemia han ejercido en su mayoría las labores de trabajo comunitario, como atención de partos, cuidados de enfermería, divulgación y educación y, por tanto, se exponen más a esos ataques.
Desde hace décadas las mujeres han desempeñado la labor de cuidadoras y aunque en México representan hasta 22 por ciento del PIB, su remuneración es de tan solo 0.2 por ciento, marcando así una brecha de inequidad tremenda respecto a los hombres. A lo anterior se suma el aumento de violencia intradomiciliaria derivado de la pandemia, especialmente contra ellas, lo que coloca a las TS en un contexto muy vulnerable. Si, además, tomamos en cuenta que solo 6 por ciento de las mujeres tiene puestos directivos en el sector salud en México, el panorama como TS, es sombrío.
Desde el inicio de la pandemia he utilizado mis redes sociales para ofrecer información de utilidad a fin de que las personas puedan enfrentar mejor las circunstancias. Durante más de año y medio, transmití “FB lives” abiertos al público cada semana con el fin de divulgar lo último en la ciencia y recomendaciones según los paneles de expertos. Desde entonces tengo mi teléfono en silencio porque las preguntas, dudas y consultas por mensajes y llamadas son infinitas (amigos, parientes, familia extendida, conocidos y desconocidos, colegas, amistades de colegas, comunidad del colegio de mis hijas…) y verdaderamente no podría convivir ni continuar con mi vida personal si respondiera en tiempo real. Aun así, a todos respondo con mi mejor esfuerzo y conocimiento, y aunque estrictamente todas son consultas médicas y representan tiempo, yo he decidido hacerlo por altruismo y ad honorem pensando que es una forma de aportar a la comunidad.
Los médicos estamos obligados a atender emergencias médicas que ponen en peligro la vida de las personas afectadas cuando ocurren en lugares públicos y privados, siempre y cuando estemos en un lugar seguro para realizarlo. También estamos obligados a responder por la atención de personas hospitalizadas a nuestro cargo, o bien, a la atención y seguimiento derivado de las consultas ambulatorias que se establezcan entre los pacientes y nosotros. No es nuestra obligación atender la salud de cualquier ciudadano solo porque éste te contacta por celular a través de mensajes. Para eso hay consultas y tiempos establecidos. De tratarse de algo urgente, existen los servicios de urgencias.
Hace unos días expuse en Twitter el intercambio de mensajes con una persona que desconocía, que no sabía cómo había obtenido mí número y que me buscaba para ver si lo atendía por covid-19, a lo que contesté al día siguiente, que lamentaba no responder los viernes a las 11:30 pm. Esto desató una profunda indignación entre muchos, se hizo viral y derivó en una ola de violencia sin límite. Insultos no faltaron: me llamaron “pendeja, culera, malcogida, güevona, mamadora, mamona, engreída, antiética, vulva seca” y más. Les pareció fatal que yo pusiera límites en mi vida (lo cual es mi derecho, sin faltar a ninguna obligación ni ética profesional), pero no les importó violentarme o ser violentada.
Curiosamente, justo un día antes, expuse la foto de una doctora que pasaba visita visiblemente enferma mientras llevaba colocada una solución intravenosa. Eso pasó desapercibido. En las redes sociales no les indigna el maltrato a los médicos en formación: sus terribles jornadas laborales, que coman comida de mala calidad y que duerman en lugares miserables, que tengan que comprar sus equipos de protección o sus bajos salarios. Eso no indigna; vaya, les molesta incluso que cobremos por nuestro trabajo, que es como cualquier otro y del que viven nuestras familias.
En lo que va de la pandemia y en esta misma red, yo he visto doctoras que también han tratado de divulgar la mejor información médica y científica que sea de utilidad y, sin embargo, muchas veces han sido violentadas por hablar de temas polémicos o incómodos; siendo criticadas por color de piel o su cuerpo, llamándoles “putas, zorras, mamadoras, pendejas” y un gran etcétera. La mayoría de las veces dicha violencia viene desde la comodidad del anonimato, pero esto no le quita lo violento. Ante esto, no hay consecuencias y tampoco aquí hay indignación por esta violencia contra las mujeres.
Maltrato y violencia en redes sociales hacia las profesionistas no son nuevos, lamentablemente. Lo sufren politólogas, periodistas, políticas y deportistas. En el caso específico de las mujeres profesionales de la salud, no es de sorprenderse cuando el deterioro de nuestra imagen como gremio viene precisamente desde las más altas autoridades del país. Pero, si realmente buscamos fortalecer los sistemas de salud, que en su mayoría están conformados por nosotras, para poder afrontar ésta y las pandemias por venir, debemos exigir como sociedad que se garanticen bienestar y seguridad de todas.
CON INFORMACIÓN VÍA MILENIO